Era domingo por la mañana y ya se podía sentir el calor. Conducíamos por las carreteras de Rojava (Kurdistán sirio), sin saber exactamente dónde estábamos, pero siempre con vista a las montañas; escuchábamos historias de cómo, después de la revolución en 2011, muchas cosas mejoraron.
Antes de la revolución, la sociedad vivía bajo el régimen baazista que llegó al poder en 1963 y, por los siguientes 50 años, tuvo a toda Siria dentro de una política de monocultivos regionales. El de Rojava era el trigo, por lo que solo este se podía cultivar en la región.
De igual forma, cada región del país tenía su especialidad y al mismo tiempo carecía de las demás materias primas necesarias para tener una economía propia. En la actualidad hay más diversidad, las cosas han ido cambiado; cada persona puede cultivar lo que quiere, aunque el problema de las semillas es otro tema que crea dificultades, pues los transgénicos han hecho que muchas semillas se pierdan. En Colombia sí que entendemos de eso.
Pero, más allá de la agricultura, en Rojava la tierra representa algo mucho más profundo: es un símbolo de identidad y resistencia.
Empezar por el comienzo
El territorio de Rojava es parte de Kurdistán, tierra que históricamente reclama y habita el pueblo kurdo, muchas veces llamado el pueblo más grande del mundo sin un Estado propio.
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Lausana, impulsado por las potencias hegemónicas de entonces (Inglaterra y Francia), dio origen a los Estados nación en el Oriente Occidental.
Así, el territorio de Kurdistán, que era parte del Imperio otomano, fue dividido y repartido en cuatro partes, cada una entregada a un Estado nación diferente: Turquía, Siria, Irak e Irán. En cada uno de estos países los kurdos vivieron diferentes procesos de asimilación y exterminio cultural de su identidad kurda.
Rojava es el territorio de Kurdistán oeste, que solía pertenecer al Estado sirio, ubicado en el norte y este de ese país. Ahora es un territorio liberado y organizado autónomamente bajo la figura de la AADNES (Administración Autónoma Democrática del Norte y Este de Siria) desde el año de la revolución, en 2011.
En Rojava viven alrededor de cinco millones de personas, donde alrededor de tres millones son kurdos. Allí, la población es profundamente plural, pues habitan árabes, asirios, yazidíes, entre otros, que representan una diversidad de etnias, tribus y pueblos históricos que comparten territorio bajo una política de no asimilación cultural y respeto por la diferencia, donde el equilibrio comienza en la autonomía y organización de cada pueblo dentro de sus culturas y tradiciones.
La resistencia kurda siempre ha existido
La resistencia kurda existe desde que las primeras fuerzas intentaron ocupar este territorio: solo bajo la ocupación turca se habla de 28 levantamientos del pueblo kurdo contra sus opresores.
El levantamiento número 28 se le atribuye a un grupo de estudiantes que empezaron a organizarse desde antes de 1978 bajo el liderazgo de Abdullah Öcalan.
Es aquí donde es fundamental decir que, a partir de ese momento, la lucha del pueblo kurdo no se puede entender solo como una lucha por la liberación de un territorio, sino como un movimiento socialista revolucionario dispuesto a reescribir su propia historia.
Primavera Árabe
Tras 40 años de resistencia, en el marco de la denominada “Primavera Árabe”, la población de Siria se movilizó en un intento por derrocar el régimen baazista.
Esta movilización social y la crisis política dio la oportunidad a las fuerzas kurdas en el norte y este de Siria de tomar el control de la mayoría del territorio al este del río Éufrates.
Desde entonces, la AADNES organiza los territorios bajo la ideología del confederalismo democrático, que busca democracia directa y organización autónoma de la sociedad en comunas locales.
Sostener esta revolución no ha sido fácil y hasta el día de hoy la situación política es volátil y varía constantemente con los flujos políticos y los conflictos de la región.
Las amenazas de Turquía, Estados Unidos y de los demás poderes imperiales siguen latentes y amenazan la vida de quienes defienden este territorio y su revolución.
Tierra y revolución
Una tarde cualquiera llegamos a un pueblo de alrededor de 40 familias, donde las casas de barro se alineaban con el paisaje.
Mientras recorríamos sus calles en un carro, observábamos los retratos de los mártires del lugar, lo que nos recordaba que este no era un pueblo cualquiera. Era “Wêlatparêzî”, que en kurdo significa “Personas que defienden su país, su cultura y su tierra”.
Al final del camino nos encontramos con un vasto campo donde solo había una carpa y un camión pequeño.
Desde la carpa, una pareja de abuelos nos saludó mientras clasificaban pepinillos. A unos 200 metros, el resto de la familia trabajaba en la recolección de la cosecha.
Los niños con carretas llenas de pepinillos caminaban hacia la carpa para llevar más vegetales a sus abuelos. Me senté junto a uno de ellos para compartir la tarea de clasificar los pepinillos y escuchar las historias de la tierra que nos rodeaba.
A medida que el atardecer teñía el cielo de rojo, continuamos con el trabajo inmerso en la historia de un lugar donde la tierra y la revolución se entrelazan de manera indisoluble.
La lucha del pueblo kurdo y el concepto de Wêlatparêzî
Para comprender la lucha del pueblo kurdo por su territorio es fundamental explorar el concepto de “Wêlatparêzî” —nos lo recalcaban todos los días—.
En kurdo, “Wêlat” se traduce como “país” o “tierra”, mientras que Parêz proviene del verbo “proteger”.
Así, el término “Wêlatparêz” se refiere a aquellas familias o individuos comprometidos con la defensa de su tierra.
Este concepto no solo es central en la construcción de la autonomía territorial, sino que también se entrelaza con la lucha por la liberación de las mujeres, quienes tienen un vínculo profundo con el territorio que habitan.
Mujeres y territorio
El vínculo entre las mujeres y la tierra es considerado el pilar de todas las sociedades. Como se señala en el libro Mujer, Vida y Libertad, “el sistema patriarcal ha apartado a la mujer de la tierra mediante la violencia, al igual que los sistemas de opresión desplazan a las comunidades de sus territorios para destruirlas y conquistarlas”.
En este contexto, las mujeres son vistas como guardianas de sus territorios, ya que representan el lazo entre la tierra y la comunidad.
El amor por el territorio se traduce en un amor por la naturaleza y la sociedad, porque nadie puede vivir sin un lugar al que pertenezca, así como nadie puede vivir sin una comunidad que lo respalde.
Un ejemplo claro de este concepto se puede observar en las comunidades kurdas que han resistido a la opresión del Estado turco.
Desde las madres y abuelas que resistieron las prohibiciones de hablar y transmitir el idioma kurdo hasta la resistencia comunitaria en la Presa de Tishrin, la lucha por el territorio ha sido constante.
Wêlatparêzî: una forma de entender el mundo
Las mujeres kurdas tomaron un papel activo en esta resistencia; se organizaron para proteger sus comunidades y su tierra. En muchas ocasiones, han liderado movimientos que no solo buscan la defensa territorial, sino también la reivindicación de sus derechos y su identidad cultural.
Este compromiso con la tierra y la comunidad se manifiesta en diversas formas, desde las cooperativas de agricultura hasta la creación de las academias de Jineolojî, espacios seguros para la educación y el empoderamiento de las mujeres.
Así, el concepto de “Wêlatparêzî” se convierte en una forma de entender el mundo, donde la identidad, la cultura y la defensa del territorio son inseparables.
La lucha del pueblo kurdo es, en esencia, por la vida, la dignidad y el amor a la tierra que habitan.
La guerra por el territorio y el desplazamiento
Una de nuestras paradas fue en Al Raqqa, la antigua capital del autoproclamado Estado Islámico (ISIS), que fue liberada por las fuerzas kurdas en 2017.
En un edificio aún marcado por las cicatrices de la guerra, nos encontramos con la organización de refugiados de Afrin.
Según datos oficiales, alrededor de 7,4 millones de sirios viven actualmente en situación de desplazamiento interno a causa de la violencia.
Entre estos casos están los desplazados de Afrin, ciudad situada en el oeste de Rojava, que estuvo bajo control de la AADNES hasta que, en 2018, Turquía lanzó una ofensiva que ocupó la ciudad.
La mayor parte de la población kurda de Afrin fue desplazada, primero a Manbij y, tras la nueva ofensiva turca y la intervención de milicias paramilitares aliadas, volvieron a ser forzados a abandonar sus hogares y desplazarse nuevamente a otras partes de Rojava.
Nos reunimos con estas familias aproximadamente seis meses después de su segundo desplazamiento. Nos explicaron que, antes de la invasión, habían organizado sus comunidades en comunas barriales, lo que ayudó enormemente en el proceso de reorganizarse.
Recorrer descalza Afrin
Una de las funciones de la organización de refugiados de Afrin es brindar apoyo material, garantizar que los niños puedan asistir a la escuela y cubrir otras necesidades básicas.
En una entrevista con la copresidencia de la entidad, resaltaron la profunda conexión con la tierra que forma parte esencial de su cultura, así como el dolor de estar separados de ella —una experiencia que también comparte el pueblo colombiano—.
Una de las madres de Afrin expresó con especial fuerza su anhelo: “Mi sueño es que cuando Afrin sea liberada, pueda volver y recorrer descalza sus montañas y sentir en mis pies el suelo de mi tierra”.
La tierra y sus recursos como arma de guerra
Recorriendo las carreteras de Rojava, muchas veces pudimos apreciar los enormes campos de trigo, que a la luz del sol de la tarde parecían como campos de oro. Sin embargo, las guerras y el cambio climático han puesto en peligro las cosechas.
Según un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), este año presenciamos la más grande sequía en los últimos 36 años, algo que afecta a un 75% de las áreas cultivadas.
Pero no solo el cambio climático, las sequías y la desertificación afectan la tierra y su capacidad de alimentar al pueblo. La población nos explicó que, en la estrategia de guerra lenta del Estado turco, atacar la tierra y los campos es una táctica de guerra.
Los incendios por ataques turcos y la construcción de barreras en el territorio turco para bloquear el flujo del agua hacia Rojava son solo dos ejemplos de cómo el agua y la destrucción de cosechas son utilizados como arma de guerra contra la población civil.
Unidades de Defensa del Pueblo (YPG): el pueblo en armas
En Rojava, la amenaza constante sobre la tierra y sus cosechas impulsó a la población a organizarse bajo el nombre de Unidades de Defensa del Pueblo (YPG).
Estas unidades no solo vigilan las fronteras y coordinan la defensa territorial. También crean comités locales en cada comuna para proteger a los habitantes de los ataques directos de fuerzas invasoras —que incluyen desde el Estado turco hasta milicias yihadistas— y de los sabotajes que ponen en riesgo los cultivos.
Una de sus tareas más visibles es la organización de guardias nocturnas para detectar y apagar incendios provocados. En estas patrullas participan todos los sectores de la comunidad: jóvenes, adultos y ancianos preparados para defender su territorio.
Además, las unidades capacitan a la población mediante campañas informativas que enseñan a reducir los riesgos de incendio y a actuar rápidamente cuando el fuego aparece.
La villa de las mujeres
Jinwar, conocida como la villa de las mujeres, ilustra perfectamente esta resistencia. Autogestionada exclusivamente por mujeres que buscan refugio y protección, la comunidad combina talleres de Jineolojî (estudios feministas), agricultura, construcción, cocina tradicional y servicios de salud alternativa.
Situada a escasos kilómetros de la frontera turca, cuentan las mujeres de la villa que Jinwar ha sufrido episodios de ataques sistemáticos a sus cosechas: tanques de gasolina arrojados a los campos y disparos desde el otro lado de la frontera, todo esto con la intención de provocar incendios, amenazar la seguridad alimentaria de la población y mantener la campaña de miedo y control.
Una noche, cuando el fuego se propagó sin que llegaran los bomberos, la villa entera se movilizó. Sin experiencia ni equipos especializados, pues no había tiempo que esperar, mujeres y niños corrieron con cubos de agua y trapos empapados contra las llamas que amenazaban sus hogares y su sustento. Gracias a esa acción colectiva, lograron sofocar el incendio antes de que alcanzara la villa.
En medio de la adversidad y las amenazas constantes, la solidaridad y la organización son la fuerza de las comunidades en Rojava. La población asumió un compromiso diario de luchar por el territorio es una batalla constante.
La tierra y la revolución en Rojava
La construcción de nuestras sociedades, sus códigos, culturas y tradiciones es inseparable del territorio que habitamos. Somos parte del ecosistema que nos rodea y esa relación es bidireccional. El territorio moldea a las comunidades y, a su vez, ellas transforman el territorio.
En Rojava esta dinámica es evidente. La lucha por la liberación de las mujeres se entrelaza con la defensa del territorio bajo el principio “wêlatparêzî”—“ser nosotras mismas y vivir con la tierra”—que encierra tanto el derecho a permanecer en los lugares donde nuestros ancestros trabajaron como la responsabilidad ecológica de proteger la naturaleza frente a la apropiación, la explotación y la militarización.
Memoria y mártires
Cada familia en Rojava lleva en su historia al menos un mártir. La revolución es, por tanto, del pueblo, porque son sus hijos e hijas quienes ponen sus cuerpos para liberar la tierra, reivindicar el derecho a llamarse kurdos y avanzar hacia el socialismo.
La memoria de esos mártires es honrada en cada rincón y funciona como recordatorio constante de la lucha por la libertad y la autonomía del territorio y su gente.
Rojava se erige, entonces, como un archivo vivo de memorias de resistencia: cementerios, monumentos, bibliotecas y centros culturales convierten el paisaje en testimonio permanente del movimiento.
La tierra allí no es meramente un recurso económico. Es símbolo de identidad, resistencia y memoria colectiva.
Desde las montañas de Jûdîh hasta las comunas barriales, la defensa del territorio y del proyecto político del confederalismo democrático atraviesa todas las estructuras sociales. Las personas comparten no solo recursos, sino también sueños y luchas; tejen una red social que evidencia la profunda interdependencia entre cultura y territorio.
En este contexto, la revolución no es un evento puntual, sino un proceso continuo que transforma gradualmente la economía y la sociedad. La conexión entre tierra y revolución se convierte en un faro de esperanza para quienes aspiran a un mundo más justo.
El ejemplo de Rojava nos muestra con claridad que la transformación es posible. Aunque el camino sea arduo, está impulsado por el amor al prójimo y a la humanidad, y como dice Abdullah Öcalan, “insistir en el socialismo es insistir en la humanidad”.
FUENTE: Colombia Informa