Mientras los máximos exponentes del lujo, como Four Seasons, Louis Vuitton o Bulgari, se afanan en construir resorts para que unos pocos privilegiados gocen de las paradisíacas vistas al mar Egeo en Bodrum, Turquía, millares de desgraciados tratan de escapar.
Más de 250.000 personas se lanzaron al mar y alcanzaron las costas europeas en 2015, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (IOM). Aproximadamente, 3771 murieron o desaparecieron intentando cruzar el Mediterráneo hacia Europa -fue el año más mortal hasta entonces-. Pero si fallamos a los vivos, lo hacemos doblemente con los muertos. Empezando por los números: apenas representan la punta del iceberg. Los cuerpos no recuperados, los incidentes no reportados, no aparecen en recuentos oficiales. Por eso, si las cifras mostradas impresionan, a las que hay que temer de verdad es a las invisibles.
Y entre tantos miles de muertos solo aquel 2015 hay uno que sí recordamos: Aylan Kurdi. Aunque en realidad su nombre era Alan. Fueron las autoridades turcas, al otorgar a su familia el régimen de protección temporal para refugiados sirios, quienes “turquificaron” su nombre de origen kurdo.
Lo recordarán: hace ahora diez años, bocabajo, con su pantaloncito azul y su camiseta roja, con los brazos extendidos y las olas golpeando su carita enterrada en la arena. Ahora tendría trece años, ¡ahora debería tener trece años! Estar eligiendo su mochila y sus cuadernos para empezar el colegio. Y su hermano Ghalib, que tendría quince, debería estar iniciando un nuevo curso en el instituto. Los acompañaría Rehana, en Canadá, donde esperaban solicitar asilo y donde su tía paterna trabaja como peluquera en Vancouver. O en cualquier otra parte, pero vivos.
Alan y su familia eran sirios originarios de Kobane, una ciudad kurda en el norte de Siria. Así que eran kurdos, pero no. En 1962, miles de kurdos perdieron la ciudadanía y fueron clasificados entre ajannib (extranjeros) o maktumin (no registrados); es decir, apátridas. Aunque en 2011 un decreto permitió a algunos recuperar la nacionalidad siria, muchos quedaron excluidos.
Ese mismo año estalló la cruenta guerra que alcanzó a la familia kurda en el barrio kurdo de Rukn al-Din, en Damasco. De allí huyeron a Alepo y, cuando la guerra se intensificó, se trasladaron a Kobane, donde nació el pequeño Alan. Hasta que el avance del Estado Islámico (ISIS) los alcanzó de nuevo y la familia huyó definitivamente a Turquía.
Y en Turquía, a salvo de las balas, quedaron atrapados en el limbo de los kurdos “apátridas de iure”, una clasificación dentro de un sistema que deja a personas excluidas del derecho a la ciudadanía. Y sin patria no hay permisos ni pasaporte. Tras un año en Estambul, viviendo en condiciones de gran precariedad, y después de que las autoridades canadienses rechazaran la solicitud de asilo para el hermano del padre, Abdullah, alegando “motivos técnicos” como “falta de documentos”, decidieron seguir intentándolo, pero desde Grecia. Y lanzarse al mar.
La familia dudó durante más de un mes. Retrasaban la salida noche tras noche porque, a pesar de la escasa distancia -unos cuatro kilómetros de mar desde Bodrum hasta la isla griega de Kos- ninguna embarcación les parecía lo bastante segura para enfrentar el oleaje. Hubo tres intentos fallidos antes de la madrugada del 2 de septiembre, cuando descubrieron que los chalecos salvavidas que les habían vendido eran inservibles.
Su tía en Vancouver todavía se culpa: de no haber enviado los 4000 euros para pagar a los traficantes, quizá seguirían vivos.
Pero el cuerpecito de Alan acabó de madrugada sobre la misma playa que de día ocupan los millonarios, y esa imagen nos dolió ¡tanto! que pudimos sentir algo parecido a la piedad, a la empatía. Aquel niño podía ser nuestro hijo y dijimos que esto marcaba un antes y un después. Apenas tres semanas después, los Estados miembros de la UE se comprometieron a revisar las políticas migratorias y a reubicar y reasentar a 160.000 solicitantes de asilo en dos años de los campos de refugiados de Grecia, Italia, Libia o Turquía. El gobierno español de Mariano Rajoy se comprometió ante sus socios europeos a acoger a 17.337 personas. Pero, cuando expiró el plazo, España había recibido a 2890: apenas el 16,6 %.
Tómenlo como muestra de lo rápido que olvidamos a aquel niño que prometimos no olvidar. De los miles de niños a los que abandonamos en el desamparo. Entre políticas de externalización y control de fronteras cada vez más despiadadas. Con medidas centradas en impedir que lleguen, en lugar de acabar con las causas que provocan los desplazamientos forzados.
Desde entonces, han muerto 31.000 personas tratando de alcanzar nuestras costas. Y ya saben lo que pasa con las cifras de los muertos…
Unicef estima que aproximadamente 3500 de ellos eran niños. Uno de ellos era Alan. El significado del nombre kurdo es “hermoso, brillante, resplandeciente”. Ojalá tuviera trece años.
FUENTE: Pilar Ruiz Costa / Información