Medio Oriente está entrando en otro punto de inflexión histórico. Desde el 7 de octubre de 2023, los actores de la región se han reorganizado con una velocidad y una decisión sin precedentes en décadas.
Como observó alguna vez Vladimir I. Lenin: “Hay décadas en las que no ocurre nada; y hay semanas en las que ocurren décadas”. Por ejemplo, los cuarenta años de inversión de la República Islámica de Irán en la hegemonía regional —y más de una década de apoyo coordinado ruso e iraní al régimen de Bashar al Asad en Siria— se derrumbaron en cuestión de días.
Las ambiciones nucleares de Irán se han visto frenadas, su red de misiles se ha debilitado y sus aliados no estatales —que en su día fueron sus activos más estratégicos— se ven cada vez más limitados. La silenciosa humillación de Qatar por parte de Israel ha enviado un claro recordatorio a todas las capitales regionales: ningún Estado en Medio Oriente es plenamente soberano, y todos siguen siendo vulnerables al alcance militar y financiero de Israel. Este temor ha acelerado la reconciliación turco-kurda y ha obligado a Qatar y Arabia Saudita a buscar garantías de Estados Unidos.
Tras estos acontecimientos se esconde una verdad estructural más profunda. Durante años, Estados Unidos ha garantizado a Israel una “ventaja militar cualitativa”, prohibiendo a Washington vender armas avanzadas a los Estados de Medio Oriente si ello erosiona la superioridad militar israelí. Sin embargo, sucesivos presidentes estadounidenses, en particular Donald Trump, han puesto a prueba los límites de esa doctrina. Trump prometió vender aviones de combate F-35 a Arabia Saudita y los aprobó para los Emiratos Árabes Unidos (EAU), a pesar de la normalización incompleta de Abu Dabi con Israel y su cooperación militar con China. El gobierno de Joe Biden detuvo la venta por temor a que la tecnología estadounidense avanzada quedara bajo el control de Pekín.
Arabia Saudita hoy no posee armas nucleares ni F-35. Lo que sí posee es ambición y una urgente necesidad de protección estadounidense. Las relaciones internacionales no se rigen por principios morales ni por el derecho internacional. Se rigen por el poder. Y Riad sabe que debe extraer el máximo provecho de Washington, encontrando especialmente en Trump una oportunidad de oro, al tiempo que busca simultáneamente capacidad nuclear y tecnologías de disuasión de largo alcance. Una alianza de seguridad entre Arabia Saudita y Pakistán, antes considerada simbólica, ahora transmite un mensaje inequívoco a Jerusalén.
Esta dinámica no es nueva. Un día de febrero de 1945, a bordo del USS Quincy, el presidente Franklin D. Roosevelt y el rey Abdulaziz llegaron a un acuerdo ahora legendario: garantías de seguridad estadounidenses a cambio de petróleo saudita. Puede que Estados Unidos ya no dependa del petróleo saudita, pero sí necesita el dinero de Riad. Ese pacto afianzó la influencia estadounidense en Medio Oriente y consolidó el dominio del dólar sobre los mercados energéticos mundiales. Ocho décadas después, uno de los descendientes de Abdulaziz, el príncipe heredero Muhammad bin Salman, se prepara para firmar otro acuerdo radical con un presidente estadounidense, uno que podría redefinir el equilibrio de poder para otra generación. Sin embargo, esta redefinición no estará exenta de ser cuestionada por potencias regionales y globales con intereses estratégicos en la región.
Pero la región en 2025 no es la misma que la de 1945. China, Rusia, Turquía, Irán y un panorama de actores no estatales complican cada movimiento. El rearme se acelera desde Teherán hasta Tel Aviv. A principios de la década de 2030, cuando se espera que Arabia Saudita reciba sus primeros F-35 —si el Congreso estadounidense aprueba el acuerdo—, Medio Oriente podría enfrentarse a una carrera armamentista desestabilizadora a menos que surja un nuevo equilibrio estratégico entre las potencias regionales.
En medio de estos cambios tectónicos, los kurdos no pueden quedar relegados a un segundo plano. Nunca han sido tan fuertes como hoy. Sin embargo, están divididos, y muchos carecen de la visión y la comprensión de estos cambios geoestratégicos regionales y globales.
Turquía, miembro de la OTAN, no tiene otra opción sostenible que la paz con su población kurda. El actual proceso de paz entre el Estado turco y el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) ha generado esperanza en el pueblo turco; sin embargo, esto no debe considerarse una estrategia táctica de Ankara, sino una oportunidad histórica, como lo describen tanto el líder del PKK, Abdullah Öcalan, como el líder del Partido del Movimiento Nacionalista (MHP), Devlet Bahçeli. Los kurdos iraquíes siguen siendo influyentes, pero están estratégicamente desorientados y divididos internamente, ya que la élite política y los partidos gobernantes no logran superar sus estrechos intereses familiares y partidistas, por un lado, y décadas de desconfianza, rivalidad y derramamiento de sangre, por el otro. En Siria, la Administración Autónoma Democrática del Norte y Este de Siria (AADNES), liderada por los kurdos, se enfrenta a su fase más delicada hasta la fecha, y su futuro depende directamente de si Turquía opta por la negociación en lugar de la confrontación. En Irán, los kurdos tienen potencial político, pero carecen de un liderazgo y una visión unificados.
Irán posiblemente no pueda sobrevivir como país unificado a menos que reformule un nuevo contrato social con su pueblo, en particular con los kurdos. Turquía, Siria e Irán deberían aprender la lección de Irak: compartir el poder con los kurdos nunca debilitó al país; al contrario, lo ayudó a prosperar.
Durante décadas, varios actores políticos kurdos han permitido que las rivalidades personales y los intereses partidistas eclipsaran la estrategia nacional. Sin embargo, hay esperanza, como se vio recientemente en la recepción que recibió a Mazloum Abdi, comandante general de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), y a Elham Ahmad, copresidenta del Departamento de Relaciones Exteriores de la AADNES, en Duhok, durante el Foro de Paz y Seguridad en Medio Oriente de la Universidad Americana del Kurdistán. Más allá de un simple gesto de relaciones públicas, esto debería impulsar un nuevo entendimiento entre los kurdos para convertirse en una fuerza política en los cuatro países que habitan, con el fin de garantizar no solo su propia seguridad, sino también la paz y la seguridad regionales.
En definitiva, el nuevo Medio Oriente no puede construirse sin los kurdos. Todo Estado debilitado internamente sentirá la presión de las potencias regionales que buscan el dominio. El conflicto con los kurdos no aporta ningún beneficio estratégico a Turquía, Irak, Siria ni Irán. La paz, sí. Los kurdos, mientras tanto, deberían abandonar aún más su retórica etnonacionalista de separación —como lo han hecho— para fortalecer la confianza en estos países.
En los próximos meses y años, a medida que Turquía avanza hacia una nueva fase de diálogo, la región decidirá si los kurdos son incluidos como socios o tratados de nuevo como obstáculos. Esta vez, lo que está en juego —para Medio Oriente y para los propios kurdos— es mucho más importante que antes. Si no triunfa la paz, los cambios en Medio Oriente no traerán consigo una estabilidad y prosperidad regional significativas.
En palabras de Hamit Bozarslan, “Medio Oriente sólo cambiará si deja atrás lo que yo llamo el culto a Tánatos (la política de la muerte, el sectarismo y el conservadurismo) para imaginar otro futuro”.
Ha llegado el momento. Nunca es tarde para cambiar de rumbo e imaginar otro futuro.
FUENTE: Kamal Chomani / The Amargi / Traducción y edición: Kurdistán América Latina