En las travesías de Girê, una pequeña aldea de 500 habitantes, un sol abrasador golpea las casas. Situada junto a la frontera turca, está formada por paredes de tierra cruda, suelos agrietados por el calor, callejuelas silenciosas y una sombra siempre escasa. Lo que no escasea son las carencias: lleva 15 días sin electricidad, semanas sin lluvia y décadas sin ayuda económica del Estado.
Tan rural como pobre, Girê forma parte de esa Siria abandonada y afectada desde hace mucho tiempo por todos los males posibles: la represión del derrocado régimen de Al Asad, una economía extremadamente deteriorada por las sanciones internacionales y los incesantes ataques turcos, que siembran el terror hasta en los rediles.
En su salón, sentado con las piernas cruzadas, Said Ali, de 57 años, se seca pacientemente las gotas de sudor que resbalan por su frente.
“Llevamos dos semanas sin electricidad, el generador del pueblo se ha estropeado. Nuestra vida cotidiana es terriblemente difícil, y no es algo nuevo. Las sanciones nos hacen la vida imposible y la sensación de abandono es total”, explica a modo de presentación.
El levantamiento de las sanciones, “una alegría inmensa”
Para este agricultor, que tiene cada vez más dificultades para alimentar y vender su ganado, la esperanza parece haber llamado por sorpresa a su puerta en los últimos meses: “El fin de las sanciones es una excelente noticia para todos nosotros, solo puede mejorar nuestras vidas”.
Un sentimiento muy compartido entre los habitantes de Girê, que consideran este giro histórico como una liberación.
Khelaifi Sheikh, de unos 50 años, explica: “Vivimos de la ganadería. Y aunque las sanciones se habían levantado parcialmente en la región autónoma, eso no había cambiado nada en nuestra vida cotidiana, seguíamos aislados del mundo. Así que es una alegría inmensa”.
A pocos metros de él, el muro de separación erigido por Turquía a partir de 2013 para aislar el territorio controlado por las fuerzas kurdas de Siria —a las que Ankara acusaba de tener vínculos con su enemigo acérrimo, el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK)— roza las viviendas.
“El centro comercial más cercano es Mardin, en Turquía, a unos quince kilómetros. El comercio con esta ciudad era antes esencial para nuestra supervivencia económica, por no hablar de los miembros de nuestras familias que viven allí y de los que hemos estado separados. Por eso, todos hemos percibido la disolución del PKK como una excelente noticia, a pesar de la simpatía que muchos aquí sienten por sus combatientes. Quizás la frontera se vuelva a abrir, eso espero”, continúa Khelaifi Sheikh.
Y aunque esta perspectiva parece, como mínimo, prematura, los habitantes empiezan a notar los primeros cambios: desde el llamamiento a la paz pronunciado a finales de febrero por el líder del PKK, Abdullah Öcalan, han cesado los ataques turcos en la región.
Los vecinos muestran una vieja cicatriz del pueblo, el punto de impacto de un ataque con drones, a pocos metros de la mezquita. Fue en 2020, “un ataque para sembrar el terror, sin objetivo bélico”, explican.
“Aquí no hay combatientes, solo agricultores pobres. El pueblo es mitad kurdo, mitad árabe, llevamos siglos viviendo juntos. Por supuesto, el 90% de los habitantes tienen familiares que trabajan para la Administración Autónoma, pero aquí no hay combatientes. Y aún así llevamos años viviendo con miedo”, confiesa Oum Mohamed, una mujer del pueblo.
“Por fin creemos en la paz”
El alivio es palpable en las ciudades fronterizas, muy expuestas a la vigilancia turca. A unos 15 kilómetros, los habitantes de Amuda también dicen volver a respirar.
Mazloum, de 19 años, no acaba de hacerse a la idea. “La guerra forma parte de mi vida desde que era niño. Es algo que siempre me ha acompañado, así que hoy me cuesta creer que las cosas puedan cambiar realmente”, dice incrédulo.
Abir, de 29 años, es originaria de Latakia. Esta alauita casada con un kurdo se muestra aliviada: “Era un clima de miedo constante, los vehículos, las bases y las infraestructuras vitales para la población eran blanco de los ataques. Nadie se sentía seguro, pero ahora parece que esta pesadilla ha terminado. Por fin creemos en la paz y en una mejora de la economía. Es una doble buena noticia”.
Cudi, estudiante de economía de 21 años, ve en el fin de las sanciones, junto con el cese de los ataques turcos, una oportunidad histórica para su generación, que sufre una grave falta de empleo y perspectivas: “Todo esto tendrá un impacto positivo en nuestras vidas, no solo en la mía ni en la de nuestra ciudad, sino en la de todas las personas que viven en Rojava. Nunca perdí la esperanza de que las cosas mejoraran, pero hoy se está haciendo realidad”.
Sentados a pocos metros de ella, un grupo de sexagenarios se muestra igual de entusiasmado. “Algo ha cambiado, se respira libertad, se lee en los rostros, se escucha en las conversaciones”, observa Ahmed Younes, profesor jubilado de 73 años.
Y continúa: “El futuro lo dirá, pero esperamos de todo corazón que no haya más divisiones entre árabes y kurdos, que no nos veamos envueltos en conflictos externos, que los jóvenes encuentren trabajo en sus ciudades, que las familias pobres puedan vivir mejor… Y también respirar, desplazarnos sin miedo a los bombardeos. Son solo deseos normales, pero para nosotros supondrían un gran avance”.
“El anuncio del PKK tuvo efectos inmediatos y poco a poco nos estamos haciendo a la idea de que esta guerra podría terminar por fin. La paz cambiaría radicalmente nuestras vidas y, sobre todo, las de nuestros hijos. Muchos jóvenes de la región se han marchado al extranjero, sobre todo a Europa. Quizás regresen…”, desea Daim Shekha, de 75 años.
En las calles de Qamishlo, ciudad de mayoría kurda considerada a menudo como la capital de facto de la región autónoma y como el centro económico de la región, los habitantes no dicen otra cosa. “Dos de mis hijos se han ido al extranjero: sin trabajo, sin futuro, no tenían otra opción. Y hay muchos en su misma situación. Si la situación sigue así, el acuerdo entre las dos partes llegará a buen término y creo que muchos de ellos volverán”, afirma Ahmad Abou Ahmad, un sastre de 64 años.
El acuerdo entre el nuevo gobierno y las FDS, en cuestión
Sin embargo, estas señales positivas no bastan para garantizar la prosperidad de la región. El acuerdo de cooperación firmado el pasado 10 de marzo entre el nuevo presidente sirio, Ahmed al Sharaa, y el líder de las Fuerzas Democráticas Sirias, el general Mazloum Abdi, aunque ha satisfecho a todos los kurdos, sobre el terreno sigue siendo abstracto: las demarcaciones entre el territorio autónomo y el resto del país siguen en forma de importantes puestos de control y, según fuentes de seguridad, por el momento no se ha establecido ninguna cooperación entre las dos fuerzas.
En el plano económico, todos saben que llevará mucho tiempo encontrar una organización funcional. Esta deberá hacer frente a la caída en picado de la moneda, que ha perdido más del 99% de su valor inicial.
En una oficina de cambio, Khaled Abou Jamil, de 45 años, no cree en ninguna recuperación. “Mientras los rusos controlaban el país junto al régimen de Asad, se imprimieron nuevos billetes. Pero en realidad no valen nada: los únicos que tienen valor son los antiguos, emitidos por Suiza. Mientras no se vendan las divisas que no valen nada, nada mejorará. Los precios no han bajado, la gasolina ha vuelto a subir desde el fin de las sanciones”, explica.
“Además, el país solo se recuperará económicamente si recupera la unidad, y eso también va a ser difícil”.
“Ahmad al Sharaa estuvo del lado del Daesh, de Al Qaeda, estaba en la lista de los terroristas más buscados por Estados Unidos, todo eso lo sabemos. Pero, como kurdos, bajo Hafez y Bashar, fuimos reprimidos por nuestra identidad. Hemos conseguido nuestros derechos a nivel local gracias a nuestra lucha, pero quiero creer que, a nivel nacional, será él quien nos conceda derechos reales”, espera Ahmad Abou Ahmad.
La última palabra la tiene Jihan, una joven estudiante de 23 años: “No sabemos a dónde vamos, como todos los sirios. Pero tenemos una ventaja: si la situación se deteriora, siempre estaremos protegidos por nuestra administración autónoma y nuestras fuerzas de seguridad. Desde hace varios años pienso en irme a vivir al extranjero. Pero si la economía mejora y mi país me ofrece la posibilidad de vivir con dignidad, entonces preferiré quedarme cerca de mi familia. Para mí, eso significa mucho y es una gran esperanza que renace”.
FUENTE: Laurent Perpigna / Naiz