El pueblo kurdo, mapas que cambian y el nuevo equilibrio de poder en Medio Oriente 

En una era moldeada por internet, las redes sociales y la inteligencia artificial, la información se aleja gradualmente de la propia esencia del conocimiento. Las multitudes debaten con ferocidad interpretaciones de interpretaciones, a menudo difuminando la misma realidad que intentan captar. El impulso de sacar grandes conclusiones a partir de los detalles más pequeños dificulta ver las dinámicas fundamentales de los procesos geopolíticos. Lo que hoy se necesita es la humildad para aceptar que cualquiera puede estar equivocado y la disciplina para distinguir el ruido de la verdad. Sin esto, nos volvemos vulnerables a las ilusiones, individual y colectivamente. En un momento en el que todo lo relativo a los kurdos y Kurdistán es tan fluido, interconectado y sujeto a múltiples capas de influencia, aferrarse a juicios definitivos resulta mucho menos útil que observar con atención el proceso en desarrollo.

La última década en Medio Oriente ha estado definida por las grandes potencias intentando reconstruir sus propias realidades a través de conflictos, alianzas y maniobras diplomáticas. Uno de los puntos de inflexión más trascendentales de este periodo fue la serie de acuerdos conocidos como los Acuerdos de Abraham, firmados en 2020 y posteriormente ampliados y remodelados mediante varios mecanismos. Estos acuerdos no fueron simplemente una normalización entre Israel y un grupo de monarquías árabes; marcaron el inicio de un nuevo relato que reconfiguró la arquitectura de poder de la región. Este nuevo relato desplazó la cuestión palestina del centro de la ecuación regional y la sustituyó por los conceptos de “amenaza compartida” e “interés compartido”. Irán, el islam político, las rutas energéticas y proyecciones de seguridad superpuestas se convirtieron en los pilares de un lenguaje de seguridad emergente que desde entonces ha guiado las alineaciones regionales.

El segundo gran eslabón de este paradigma emergente está tomando forma ahora en Siria. La recepción de Ahmed al Sharaa (Mohammed al Jolani) en la Casa Blanca, la suspensión de sanciones y la incorporación de la Siria de Al Jolani a la Coalición Anti-ISIS (CAI) señalan que el rediseño del orden regional se está acelerando. Hace apenas unos pocos años, Al Jolani era tratado como una no-entidad política en el sistema internacional; su aparición hoy como invitado en Washington no es simplemente una cortesía diplomática, sino la versión siria de los Acuerdos de Abraham. El mapa vuelve a ser redibujado y nuevas normas están cristalizando.

Dentro de esta nueva arquitectura, la línea en la que se sitúan los kurdos carga tanto un peso estratégico como una profunda vulnerabilidad. El proyecto democrático, secular y pluralista desarrollado en Rojava (Kurdistán sirio, norte de Siria) desde 2012 ha sido uno de los pocos ejemplos de innovación social genuina en Medio Oriente. El espacio político fuerte conquistado por las mujeres, la red de consejos locales, el modelo de defensa de abajo hacia arriba y el equilibrio mantenido entre comunidades étnicas representaron conjuntamente un futuro alternativo tangible para la región, y el logro más significativo para todo Kurdistán en el último siglo. Sin embargo, es precisamente por estas razones que Rojava planteaba un problema de gobernabilidad para las grandes potencias. Era un actor capaz de generar valor, pero no uno fácilmente dirigible. Y las potencias hegemónicas tienden a valorar no el valor, sino la capacidad de control.

Las negociaciones que continúan en el noreste de Siria están siendo moldeadas por esta tensión. La reafirmación de Estados Unidos de que las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) seguirán controlando su territorio puede parecer alentadora, pero no constituye una garantía integral.

La decisión de Washington de integrar a Al Jolani y su administración en el sistema internacional no es un intento de reforzar el estatus de Rojava, sino un esfuerzo por redefinir “dónde encaja Rojava en el panorama general”. La cuestión del lugar de los kurdos en la región ya no está determinada únicamente por el equilibrio militar sobre el terreno; ahora está vinculada a cómo se está construyendo la nueva arquitectura regional moldeada por los Acuerdos de Abraham.

El Estado turco se ha posicionado como la variable más agresiva en este proceso. El enfoque de Ankara hacia Rojava, no como un problema de seguridad sino como una amenaza existencial, colorea todos los frentes diplomáticos. Los esfuerzos de Turquía por expandir su influencia dentro de Siria mediante Hayat Tahrir al Sham (HTS), por presionar a Damasco en cada intento de ronda de conversaciones y por imponer demandas dirigidas al estatus de las FDS en sus negociaciones con Estados Unidos son todos componentes de esta estrategia. Turquía está desplegando todos los instrumentos geopolíticos a su alcance para impedir que Rojava obtenga cualquier forma de reconocimiento internacional. Como resultado, la lucha kurda por un estatus político ya no es un asunto confinado a las dinámicas internas de Siria; ha sido colocada de lleno en el centro de las rivalidades regionales.

La tensión entre Estados Unidos y Turquía no es, por tanto, meramente táctica, sino estratégica. Durante las reuniones de Donald Trump con Recep Tayyip Erdogan, se planteó la propuesta de “integrar las FDS en el ejército sirio”, un movimiento destinado a revertir la autonomía militar y política de Rojava. Lo que Ankara ha buscado durante mucho tiempo es el debilitamiento de la capacidad autónoma kurda y su absorción en una estructura de seguridad centralizada moldeada conjuntamente por Turquía y la administración de Al Jolani. Esto representa el intento de Turquía de injertar su propia lectura en la nueva fórmula de seguridad regional introducida por los Acuerdos de Abraham.

En esta fase, el discurso que emerge de los círculos gobernantes de Turquía revela otra dimensión del proceso. Los ideólogos alineados con el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, de Turquía) presentan los conflictos que van desde Sudán hasta Libia, desde Gaza hasta el Mar Rojo, como componentes de una “lucha global de poder centrada en Turquía”. Este relato apunta al marco mental que Ankara está intentando construir en su política exterior: uno que interpreta cada crisis regional a través de la misión histórica autoasignada de Turquía y que incluso presenta los Acuerdos de Abraham como un bloque anti-Turquía. Sin embargo, este discurso hace más por oscurecer el aislamiento y la fragilidad regionales de Turquía que por explicar la realidad geopolítica. Presentar cada conflicto en la región como “una guerra contra Turquía” no sirve a la claridad diplomática, sino a la consolidación ideológica interna. La mentalidad alimentada por la nostalgia imperial expansionista, que refleja ejemplos similares en otras partes del mundo, opera bajo un principio familiar: “Los imperios no tienen fronteras fijas; solo tienen líneas de frente en un estado permanente de guerra”,

La recepción de Al Jolani en la Casa Blanca marca un punto de inflexión crítico. Con esta visita, Washington comienza a remodelar el futuro de Siria no solo a través del prisma del contraterrorismo, sino como parte de una reorganización regional más amplia. En el centro de este diseño emergente se encuentra una versión ampliada de los Acuerdos de Abraham: la consolidación del eje Israel-Golfo, la reintegración gradual de Siria, una campaña de presión recalibrada sobre Irán y un papel más estrictamente definido para Turquía. Dentro de esta nueva arquitectura, el futuro de los kurdos sigue siendo profundamente incierto.

Rojava, con su coherencia interna, su legitimidad social y su estructura organizada, continúa demostrando resistencia y una capacidad para soportar los intentos de quebrar su voluntad. Sin embargo, a medida que aumenta la presión geopolítica, también lo hace su vulnerabilidad. El apoyo de Estados Unidos es inconsistente, la presión de Turquía es implacable, la postura de Al Jolani sigue sin estar clara y la ecuación regional cambia rápidamente. Esto coloca sobre los kurdos una doble carga: una responsabilidad histórica y un peso enorme, el de preservar su experimento democrático mientras evitan ser aplastados entre potencias regionales en competencia.

El panorama que emerge hoy muestra que los Acuerdos de Abraham no fueron simplemente una iniciativa de normalización entre Israel y los Estados árabes, sino el fundamento de un paradigma mucho más amplio que está remodelando el mapa político de Medio Oriente. En este nuevo escenario, los kurdos no sólo son un actor: también son un terreno de prueba crucial para la estabilidad del orden emergente.

Y quizá aquí surge la cuestión más fundamental: en medio de intereses regionales en competencia, proyectos hegemónicos y alianzas frágiles, ¿podrán los kurdos preservar su propia agencia política y se convertirá esa capacidad en uno de los parámetros definitorios de esta nueva era? ¿O volverán a quedar encajonados en la “zona tapón” de la rivalidad entre grandes potencias?

La respuesta reside en los pasos que se están dando hoy y en los fragmentos de verdad que podemos discernir entre el ruido.

FUENTE: Hüseyin Salih Durmuş / ANF / Edición: Kurdistán América Latina

lunes, noviembre 17th, 2025