En Turquía, el consumo de drogas y la adicción han crecido exponencialmente durante la última década, convirtiéndose en una crisis que sacude profundamente el tejido social.
Los datos recopilados por el Centro de Investigación Sociopolítica de Campo (SAMER, por su sigla original), con sede en Amed (Diyarbakır), también revelan una situación alarmante en las regiones kurdas: el consumo de drogas se ha multiplicado y el acceso a ellas se ha facilitado, creando lo que la directora de SAMER, Yüksel Genç, describe como una “zona de tolerancia” bajo la vigilancia policial. En su opinión, esta tendencia —especialmente en barrios con una fuerte presencia política kurda— se ha fusionado con la política más amplia de administradores (interventores) designados por el Estado (kayyum) y ha evolucionado hasta convertirse en lo que muchos lugareños denominan una “estrategia de guerra especial”.
SAMER comenzó a centrarse en la adicción a mediados de la década de 2010. Su “Estudio Regional de Campo de 2021 sobre el Consumo y la Adicción a las Drogas y los Estimulantes” reveló que el problema había trascendido la dependencia individual para convertirse en un problema social. Dos estudios recientes, realizados en Erxenî (Ergani, Amed) en noviembre de 2024 y en Farqîn (Silvan, Amed) en mayo de 2025, demuestran que la crisis de adicción se ha entrelazado profundamente con la desintegración social, la pobreza y el deterioro de los servicios públicos. Ambos informes subrayan que los enfoques basados únicamente en la seguridad son insuficientes, cuando no directamente perjudiciales, y que las soluciones efectivas requieren la participación colectiva de los gobiernos locales, la sociedad civil y las familias.
The Amargi entrevistó a Yüksel Genç, directora de SAMER, quien lleva casi diez años trabajando en este tema, centrándose principalmente en las zonas kurdas. Genç sostiene que la adicción debe entenderse no sólo como un problema de salud pública, sino también como una herramienta política: un mecanismo de desintegración social.
-Usted publicó un informe exhaustivo en 2021 sobre el problema de las adicciones en las regiones kurdas de Turquía. Los datos, junto con las preguntas parlamentarias presentadas por diputados locales, son alarmantes. ¿Cuándo se percató de este problema por primera vez? ¿Qué le impulsó inicialmente a realizar esta investigación?
-Nuestro trabajo comenzó en 2015 con un estudio que realizamos en Amed para identificar patrones de consumo de drogas y otras sustancias. Las diferencias entre lo que encontramos entonces y lo que vemos ahora son increíbles. Las tasas de consumo se han multiplicado y las actitudes que normalizan o legitiman la adicción se han vuelto mucho más comunes.
Tras el fracaso del proceso de paz de 2015, observamos cómo el acceso a las drogas se facilitó y su consumo aumentó drásticamente. Este incremento se produjo a menudo de forma controlada, es decir, en un entorno dominado o supervisado por las fuerzas de seguridad. El hecho de que el consumo y la venta de drogas se volvieran tan visibles y tolerados debilitó la motivación de la población para resistir, mientras que, para algunos jóvenes, el consumo de drogas se convirtió en una forma de afrontar la vida.
Tras el intento de golpe de Estado de 2016, el auge del autoritarismo y la escalada de las políticas de seguridad contra los kurdos, el acceso a las drogas, así como su consumo y venta, se facilitaron y generalizaron, sobre todo en barrios, distritos y asentamientos con fuerte influencia política kurda o donde se concentraba la población kurda. Las zonas donde se intensificó el consumo de drogas coinciden en gran medida con barrios surgidos a raíz del desplazamiento forzado en la década de 1990 y donde el apoyo al movimiento político kurdo es mayor. Con el tiempo, este patrón se extendió a otras zonas de las ciudades.
Otro hallazgo es la fuerte relación entre pobreza y consumo de drogas. A medida que la pobreza urbana se agudizaba, el consumo de sustancias aumentaba paralelamente. Al mismo tiempo, una creciente sensación de desesperanza y ansiedad entre los jóvenes ha impulsado aún más las tasas de consumo.
Nuestros estudios también muestran que, en las zonas más afectadas, las tasas de asistencia escolar entre los jóvenes han disminuido. En los últimos años, se ha producido un descenso considerable en la matriculación en la educación secundaria y universitaria.
Observamos que la cuestión kurda está profundamente entrelazada con las políticas sociales y las estrategias de seguridad. Así, a nivel regional, se puede hablar de un aumento en el consumo de drogas que, en ocasiones, se ve favorecido por la tolerancia, el fomento o incluso la implicación de las fuerzas del orden y la burocracia local. Al mismo tiempo, en toda Turquía, a medida que el autoritarismo se ha afianzado y los espacios democráticos se han reducido, el consumo de drogas y las formas de adicción se han diversificado y extendido.
Nuestros datos coinciden en gran medida con los informes oficiales tanto de Europa como de Turquía. Por ejemplo, según un informe europeo de 2020, la heroína, una de las tres drogas más traficadas del mundo, transita principalmente por Turquía. Según los informes policiales, también se observa un marcado cambio del cannabis a sustancias de tipo anfetamínico. En los últimos 10 a 15 años, las tasas han aumentado hasta cerca del 16%.
Turquía pasó de ser un país de tránsito de drogas a convertirse en un país mercado. Este cambio está profundamente ligado a las políticas del gobierno central: a cómo el Estado percibe y gobierna la sociedad. No se trata solo de una cuestión económica o comercial, sino también política y social, directamente vinculada a la relación del régimen con la población. Y, por supuesto, está estrechamente relacionada con la cuestión kurda. Por lo tanto, al comparar el aumento del consumo de drogas entre el oeste de Turquía y el este, de mayoría kurda, hablamos de dinámicas muy diferentes.
-En las regiones kurdas, la idea del Estado como proveedor de servicios públicos surgió principalmente a través de las políticas de las administraciones locales prokurdas. ¿Ha observado un deterioro de estos servicios públicos tras el resurgimiento del conflicto después de 2015 y la creciente presión del gobierno central sobre los gobiernos locales mediante la política de tutela (intervención)? ¿Cómo ha afectado esto a la lucha contra la drogadicción?
-En algunas zonas, las tasas de adicción se han cuadruplicado o quintuplicado en la última década, mientras que en otras el aumento ha sido aún más drástico. Cuando el problema se aborda únicamente desde una perspectiva penal, resulta muy difícil recabar datos fiables sobre el terreno o llegar a los consumidores y a quienes lo necesitan. La criminalización debe ser la última consideración en cualquier lucha contra las drogas. Una lucha eficaz solo es posible con datos sólidos, y estos solo pueden obtenerse en entornos donde el enfoque centrado en la seguridad no predomina en las calles.
Una de las observaciones más frecuentes en nuestro trabajo de campo es que los traficantes que introducen drogas en el barrio tienen vínculos con la policía o pueden operar impunemente gracias a la tolerancia —o incluso la protección— de las fuerzas del orden. Esto evidencia una grave falta de confianza pública en la policía.
Otro problema clave es el debilitamiento de las administraciones locales durante el periodo de tutela estatal. Bajo este régimen, las áreas más perjudicadas fueron las que ofrecían programas para mujeres y en lengua materna, así como espacios sociales para jóvenes. Los lugares donde los jóvenes podían forjar un sentido de pertenencia social y cultural fueron clausurados o transformados bajo un marco conservador. De hecho, incluso hemos oído que algunos de estos lugares se han convertido en entornos donde han surgido nuevas redes de adicción.
En la última década, hemos sido testigos de cómo los jóvenes se han debilitado por el consumo de drogas, cómo se ha erosionado su conexión con la vida, cómo se han desmantelado numerosas redes de solidaridad y cómo se ha profundizado la desintegración social.
Desde esta perspectiva, el nombramiento de administradores fiduciarios (interventores estatales) no debe considerarse simplemente una medida administrativa; debe reconocerse como uno de los componentes administrativos más importantes de las políticas centradas en la seguridad diseñadas en torno a la cuestión kurda.
Nuestra investigación a nivel vecinal en los distritos muestra claramente que la sociedad está dando la voz de alarma tanto en lo que respecta a las tasas de consumo como al grado de exposición a la adicción. Por ejemplo, en un estudio que realizamos en el distrito de Rêzan (Bağlar), de Amed, el 42% de los encuestados afirmó que algún miembro de su familia o vecindario consumía drogas.
Los barrios con mayor índice de drogadicción son, en su mayoría, zonas pobres. También observamos que los barrios con mayor consumo de drogas eran aquellos que habían estado muy politizados: comunidades con una fuerte identidad política y solidaridad social desde la década de 1990 hasta 2015.
Otro hallazgo es que en los barrios donde ha aumentado el consumo de drogas, la prostitución también se ha vuelto más común. De igual manera, se ha registrado un incremento en los delitos, como los robos. En cierto modo, estamos presenciando una reacción en cadena: las personas se vuelven adictas —o son inducidas a la adicción— y luego, para mantener su acceso a las drogas, primero sufren privaciones materiales y posteriormente recurren a la delincuencia. Algunas se dedican a la prostitución, otras al robo.
En los barrios donde el consumo y la venta de drogas se han generalizado, los índices de violencia individual y el acceso a armas de fuego también han aumentado drásticamente. Algunos grupos en estas zonas operan ahora casi como pandillas de facto. Como resultado, una gran proporción de las mujeres que participaron en el estudio afirmaron que ya no se sienten seguras en sus propios barrios. Por lo tanto, existen serias preocupaciones no solo sobre la salud pública, sino también sobre la seguridad de la vida social cotidiana.
Conocimos a personas que nos contaron que llevaban consumiendo drogas durante 15 años, incluso 20 años. Tras periodos tan largos, es difícil imaginar que las familias lo desconozcan por completo. El problema se ha entrelazado con un silencio social más amplio, sostenido por la negación.
El uso más intensivo se produce entre los jóvenes de 15 a 19 años. Esta es una etapa crítica en la que los jóvenes comienzan a formar sus identidades y a prepararse para la vida.
Cuando analizamos la distribución espacial del consumo y el acceso a las drogas, en nuestro estudio de 2015, los cibercafés destacaban como los principales “puntos de acceso”. Hoy en día, han sido reemplazados por parques, jardines, edificios abandonados e incluso zonas aledañas a las escuelas.
Nuestra investigación se centra principalmente en jóvenes de entre 15 y 29 años. Dentro de este grupo, cuatro de cada cinco afirman no haber participado nunca en ninguna actividad deportiva, cultural o artística. Asimismo, una proporción similar indica que sus interacciones sociales diarias se realizan mayoritariamente a través de redes digitales y plataformas en línea. Esto pone de manifiesto la necesidad de seguir debatiendo la relación entre la drogadicción y la dependencia digital.
Todas estas dinámicas deben considerarse en conjunto. Esta cadena representa un grave riesgo para la sociedad. Cuando hablo de “decadencia moral”, no me refiero a la moralidad en el sentido tradicional o conservador; hablo del colapso de los valores sociales que sustentan una comunidad: la solidaridad, la confianza y el sentido de pertenencia.
FUENTE: Serap Gunes (Texto y foto de portada) / The Amargi / Traducción y edición: Kurdistán América Latina