Kobane: en el hospital de campaña

Crónica de María Álvarez, brigadista sanitaria argentina en Kurdistán, durante el asedio de ISIS a la ciudad de Kobane, en Rojava, en 2014 y 2015.

A medianoche me despertaron los estallidos de bombas y disparos. Al rato, los gritos pidiendo que nos levantáramos nos hizo saltar de la cama. Por lo menos, quince combatientes fueron atendidos, el más grave fue trasladado a Suruc y era probable que sobreviviera. El resto, con lesiones comprometidas, quedaron fuera de peligro gracias a la pericia de los médicos.

No había pasado ni tres días en Kobane y la actividad en el hospital era febril. Los combates no cesaban, pero había intervalos de calma. Por la mañana, si no llegaban las urgencias, se curaban a heridas y heridos que podían deambular.

Eran momentos de camaradería, para conocer anécdotas, oír chistes y canciones revolucionarias. Mientras cortábamos sus vendas, un miliciano nos mostró una foto de su celular con la imagen de un mercenario de ISIS muerto; también había tomado imágenes de sus documentos, de una cartera de cuero repleta de billetes de mil de moneda siria, y de una bolsa pequeña de plástico transparente llena de pastillas.

Él era muy optimista, decía que las bandas del Estado Islámico estaban huyendo y que cuando terminara todo debía quedarme para conocer las montañas de Qandil. Otra compañera herida en la pierna nos dijo que las YPG/YPJ (milicias de autodefensa mixta y de mujeres) seguían avanzando sobre terreno controlado por el enemigo y que el 90 por ciento de la ciudad estaba liberada. Quizá por eso había que esperar la intensificación de los ataques de ISIS.

No tardé en acostumbrarme a los temblores leves que sacudían los vidrios rotos de las ventanas y cortinas y a que esto ocurriera, invariablemente, tras el estallido de una bomba cercana. También a que después de los estruendos llegaran heridos y heridas. Cuando eran graves, los autos y camionetas que los transportaban hacían sonar las bocinas. Era la señal para dejar todo y correr al patio con camillas.

Otro día más de diciembre

Me desperté a las ocho de la mañana, había dormido siete horas seguidas. A media mañana llegaron dos jóvenes de las YPJ: la que a simple vista parecía sentirse mal fue medicada por una infección respiratoria. Antes de que se fueran, alguien les dijo de dónde era y cómo me llamaba.

Me saludaron como se acostumbra entre mujeres, con tres besos en la mejilla. Pero cuando les mostré el boletín que publicamos en Argentina sobre ellas, un torbellino de palabras al unísono atrajo la atención de todos los que estaban alrededor. Querían transmitir su alegría y asombro al enterarse de que mujeres de tan lejos difundiéramos su lucha.

Supuse que podríamos haber charlado por horas de no mediar la barrera del idioma. Igual se quedaron un rato largo, nos sacamos fotos e intentamos comunicarnos con gestos. Se despidieron con abrazos y besos. A la distancia volvieron a saludar con la V de la victoria.

A lo largo del día, los disparos e intercambio de ráfagas se escucharon cada vez más lejos. Sólo tres o cuatro bombas sonaron hasta el mediodía. Los médicos y enfermeras y enfermeros descansaban. Eran héroes y heroínas, hombres y mujeres con gran valor, capacidad y humildad, verdaderos hacedores también de la epopeya de Kobane.

Cerca de la una de la tarde cayó otra bomba más cerca. Algunos objetos que estaban al borde de la mesada se precipitaron al suelo y se escuchó el chirrido metálico de las tijeras y pinzas que se sacudieron dentro de la bandeja de acero inoxidable.

La urgencia ocurrió a los minutos: los bocinazos advirtieron la llegada de cuatro heridos de las YPG; al más grave la explosión le había arrancado el pie derecho. Sobre la ceja izquierda, una esquirla perforó el hueso formando un hueco del que sangraba abundantemente. Las heridas se limpiaron y vendaron. No iba a morir, porque se pudo parar el sangrado; el buen estado general y su juventud harían el resto.

A eso de las tres de la tarde, Linda, una vecina, fue a buscarme para almorzar en su casa, a la vuelta del hospital. Su puerta de entrada era de hierro y se trababa cada dos por tres, entonces ella tomaba impulso y aplicaba un golpe tipo karate con el pie y la puerta se abría de par en par.

Estábamos sentadas sobre la alfombra del pequeño comedor, terminando de almorzar, cuando un nuevo estallido nos sobresaltó. Esperamos, deseamos, y ella le pidió a Alá, que no fueran muchos los heridos y las heridas.

La furia de los ataques de ISIS

El ataque de ISIS empezó a la madrugada y arreció a la tarde por tres flancos: norte, sur y este. Desde el lado de Suruc, el repiqueteo de disparos fue incesante. Hacia el oeste se podía ver los estallidos en el aire. Parecían pequeños globos negros que se disipaban como nubes, confundiéndose con el cielo nublado.

Todo indicaba que no sería un día como los anteriores.

El Estado Islámico lanzaba bombas y al instante fuego de artillería. Con espacios de minutos repetían el procedimiento. Fueron muchas horas, no sabría decir cuántas, cuatro, tal vez cinco, de ataque permanente. Después supimos que ese día, además, explotaron dos coches con bombas detonadas por suicidas yihadistas.

El pequeño hospital, con sus dos salas desbordadas por la cantidad de heridas y heridos, estaba escasamente iluminado con la luz de un generador y se había roto la tabla usada de rampa para subir y bajar las camillas. Los primeros en ingresar fueron dos combatientes de las YPG que sobrevivieron al traslado, pese a las graves mutilaciones.

La limpieza y vendaje de músculos, nervios y huesos arrancados por las explosiones se realizaba en cuestión de minutos. El horror de la guerra concentrado en ese espacio del subsuelo, en un edificio de la ciudad destruida y sitiada por mercenarios armados por las potencias regionales y el imperialismo, no mellaba el ánimo combatiente: los ilesos e ilesas dejaban a sus camaradas heridas y heridos y regresaban presurosamente al frente.

Allí, en esos momentos, la inferioridad de armamento no era relevante para ellos y ellas. Las milicias no iban a retroceder, dejarían la vida antes que abandonar sus posiciones.

Los anhelos de libertad y el levantamiento de todo un pueblo para sostener la defensa de Kobane y la revolución de Rojava, les infundía el ímpetu moral capaz de doblegar a las fuerzas más reaccionarias de la tierra, y eso se podía sentir.

En el transcurso de esas horas, los heridos y heridas llegaban de a tres, cinco o más. Ubicábamos a los más graves en las camillas. El resto donde se podía, en colchonetas y frazadas, sobre el piso, en el pasillo. Los y las heridas eran cada vez más y de mayor riesgo.

En medio de esa situación, un guerrillero que permanecía de pie recostado sobre una pared comenzó a cantar: sostenía en alto su mano mutilada y tenía el rostro cubierto de sangre debido a una herida en el cuero cabelludo.

Cuatro combatientes que cargaban en una manta el cuerpo inerte de un miliciano, no encontraban lugar. Lo acomodaron en el piso, cerca del pasillo casi sin luz. Tres golpes en el pecho para reanimarlo fueron suficientes para constatar su deceso. Sus propios compañeros le cubrieron la cara con su propio pañuelo y lo sacaron por el mismo corredor por el que ingresaban a dos compañeras gravemente heridas.

Mientras eran atendidas, sus compañeros y compañeras ayudaban a otros heridos sin dejar de hablarles, en medio de otras voces y demandas de los médicos para acelerar la atención. El bombardeo se hacía cada vez más ensordecedor.

No había manera de parar las hemorragias de las jóvenes de las YPJ. Los médicos intentaban lo imposible para compensarlas, de lo contrario no sobrevivirían al traslado. Otro miliciano, cargado por dos combatientes ingresó muerto… ya nada se podía hacer por él.

Esperanza Montaña

Nuevos bocinazos advirtieron la llegada de más heridos y heridas. Corrí hacia la escalera para ayudar a bajarlos. Con una frazada usada como camilla, dos milicianos de las YPG traían a una combatiente; mientras giraba la cabeza para ver cuántos más llegaban, buscábamos lugar donde ubicarla y traté de encontrar pulso en la arteria del cuello: no lo sentí. Pudieron acostarla en el piso, cerca de la puerta.

Uno de los médicos intentó una maniobra de reanimación, pero desistió de la segunda… estaba irremediablemente muerta. Era muy joven, su cuerpo adolescente no presentaba ninguna herida visible, apenas un hilo delgado de sangre corría desde su oído izquierdo y se perdía antes de llegar al hombro. La onda expansiva la había impactado de lleno y destrozado por dentro.

A su lado, arrodillado, uno de sus compañeros le sostenía la mano sin dejar de hablarle.

El otro compañero, el médico y yo, no atinamos a hacer ni decir nada. Fueron breves segundos en los que esa escena detuvo el tiempo, paralizándonos. Hasta que el médico reaccionó y se puso de cuclillas al lado del compañero, le habló mirándolo a los ojos, lo ayudó a soltar la mano entrelazada con la mano de la miliciana muerta, lo incorporó y lo tomó del brazo, conduciéndolo hacia afuera.

A los pocos días supe el nombre de guerra de esta mártir: se llamaba Esperanza Montaña.

Pude ver el funeral en su ciudad de origen a través de las imágenes de la televisión.

Una multitud esperó su ataúd en la ruta y lo cargó a pulso hasta el cementerio.

Una de sus compañeras me dijo que no debía haber muerto. Perdió la vida cuando abandonó su posición para impedir que cayeran otros combatientes por el ataque suicida de los yihadistas.

La resistencia y el triunfo de Kobane contra el fascismo se forjó con actos de grandeza humanas por amor a la libertad, con historias de vidas y de muertes heroicas, como la de Esperanza Montaña.

FUENTE María Álvarez / Kurdistán América Latina

jueves, enero 30th, 2025